Para los que me conozcáis (copio tu frase, Vanesa), no es un secreto que yo soy una creyente convencida. No creo que la fe te dé una fuerza especial; de hecho, creo que en el día a día, por desgracia y por culpa de nuestro continuo ajetreo y lo desapercibidas que pasan las personas que nos rodean y nuestro propio corazón, la fe no nos sirve de gran cosa. Pero qué curioso es que, en los momentos de severa dificultad (y cuando digo severa, digo severa, severa), mucha gente parece volver a abrazar la fe, esa cosa “inventada”... pero qué duda cabe que típicamente humana.
El ser humano tiende irremediablemente a preguntarse el porqué de todo. Aun cuando no hay un porqué: no todo en esta vida queda sujeto a una relación causa-efecto, y sin embargo al ser humano le encanta poder “justificar” todo aquello que no tiene por qué ser justificable, o que simplemente no entiende.
Para los que me conozcáis también, sabréis que yo soy un poquito friki, como se dice ahora, y que me encantan las matemáticas y la física. Hace años me leí un librito de Stephen Hawking (sí, ése que va en una silla de ruedas, que está torcido y que sólo se puede comunicar con el mundo a través de un ordenador, el pobre) que me marcó profundamente. El libro en cuestión se llama “El universo en una cáscara de nuez”, y pretende mostrar brevemente las teorías físicas actuales sobre el origen, formación y “funcionamiento” del universo (teorías general y especial de la relatividad, teoría de cuerdas, el espacio-tiempo...). A mí me encanta la Ciencia en todas sus ramas (¡por algo estudio lo que estudio!) y no me lo explica todo. Me falta algo. No entiendo cómo existe todo lo que existe. El porqué ya me parece algo intrincado, y tal vez no merezca la pena preguntarse sobre el porqué de nuestra existencia.
Pero, ¿y el “cómo”? Ponerme aquí a explicar lo que hoy en día se sabe (y se sabe gracias a los científicos que estudian -haciendo mediciones y trabajos serios, no sólo como meras conjeturas- cosas tan variopintas como la composición de la materia, las propiedades físicas de las radiaciones, de la propia materia, la energía...) el origen del universo sería extremadamente largo y aburrido, pero os invito a (si tenéis fuerzas, jaja) leer ese libro.
Para mí, “algo” fue responsable de que toda la materia (¿infinita?) estuviera concentrada en un punto (¿infinitamente?) pequeño. No lo entiendo. Y soy humana, y lo que no entiendo me desconcierta y, cuando menos, atrae mi curiosidad. Sí, para mí Dios sí existe.
Lo que no existe para mí es un Dios intervencionista. Creo que nosotros somos dueños de nuestra propia vida, y ningún Dios va a ser responsable de lo que en ella ocurra, ni de las circunstancias en que nos ha “tocado” vivir. Tampoco me creo que nada ni nadie nos vaya a juzgar (¿Juzgar? Eso es algo que sólo el ser humano hace) por lo que hemos hecho en vida.
En las clases del colegio de filosofía (sí, también me gusta, qué pasa) aprendí algo muy importante, que decía un tal San Agustín: si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo es que existe el “mal” en el mundo? El mal es un concepto humano, y “existe” gracias al uso que el ser humano hace de su libertad, libertad “concedida” por Dios (o, por decirlo de otra manera, característica intrínseca del hombre). El mal es responsabilidad humana, y no de Dios. Para mí, que tampoco leo todo esto de forma literal, la libertad que tenemos es fruto de un sistema nervioso tremendamente desarrollado. La idea de Dios sólo puede “existir” en un ser vivo con una red neuronal tan compleja que le permita, en primer lugar y como requisito básico, reconocerse a sí mismo como ser independiente (recordemos que la inmensa mayoría de los animales, excepto los chimpancés, los delfines y nosotros, no se reconocen delante de un espejo). Pero el origen de la materia, de los astros, de los seres vivos, la evolución de éstos y la aparición del pensamiento y las funciones superiores del sistema nervioso me parecen, como mínimo, algo increíblemente maravilloso y algo a lo que le falta, al menos para mí, una “explicación”.
¿Navidad? Sí, bueno, invención cristiana como otras tantas de ésta y de otras religiones; rito necesario como justificación de la “bondad” que existe en reunirse y estar uno con sus familiares, “bondad” que no es más que el fortalecimiento de los vínculos biológicos que, seamos o no conscientes, implica el concepto “familia”; recuerdo del nacimiento de Jesús, un Jesús que no sé si existió o no, pero del que se puede sacar mucho partido en cuanto a la ética y el comportamiento para con los demás; y como no, un periodo en el que poder sentirnos menos culpables cuando dejamos la cartera vacía y la casa llena de caprichos.
Con cualquiera de estos significados puede vivirse la Navidad. Yo me quedo con la idea de siempre: que Dios existe ahora y durante todo el año, que el modelo de comportamiento que inspira Jesús (fuera o no real) es tan válido como cualquier otro, pero que a mí me gusta; que estaré con mis padres como en cualquier otra época del año, y que gastaré ni más ni menos que lo mismo que suelo gastar habitualmente. Eso sí: podré pasar más tiempo de ocio con mis familiares (lamentablemente, sólo mis padres y por los mismos motivos que Zoraima) y mis amigos, y por tanto tendré más tiempo para portarme “correctamente” con los que me rodean. Intentaré que nadie me pase desapercibido, y escucharé un poquito más a mi corazón. Ni más, ni menos. ¡Ah! Y reconozco que el ambiente que se respira por las calles en Navidad invita al recogimiento y la reflexión. A las luces y los arbolitos los podemos considerar símbolos consumistas por excelencia, u olvidarnos de esas cosas y simplemente respirar hondo, dejar que nos “alumbren” y disfrutar del tiempo libre con los que queremos.
PD: siento muchísimo la extensión. Si habéis llegado hasta el final, enhorabuena. Este tema me encanta y no he podido resistirme a escribir algo en condiciones. Se aceptan lanzamientos de tomates, huevos... pero de vez en cuando un caramelito también. ;-) Muchos besitos a todos.